Hoy, que por una moda cómoda, los jóvenes insisten en leer los libros como discos, yo prefiero hacer a la inversa y leer los discos como si fueran libros.
Tal vez por eso es que me gustan tanto los discos de Javier Barría, como me gusta Sgt. Pepper de The Beatles, 12 segundos de oscuridad de Jorge Drexler o Viveza del genial Fernando Cabrera, composiciones finas que siempre tejen una suerte de historia secreta donde las tramas son acordes, armonías, detalles, palabras, notas, y en que todas esas piezas son necesarias y al final siempre queda un concepto potente dando vuelta en nuestras cabezas, al menos durante un tiempo: es así, el olvido y la reelaboración constante son el destino del pop: Warhol siempre lo supo.
Si hubiera que buscar un hilo conductor entre estas canciones llenas de guiños musicales a las armonías de Jeff Buckley o a sonidos que lindan algunos trabajos de Luis Alberto Spinetta, sería, definitivamente, la imagen de algo que erra, que vaga, y que a pesar de su movimiento etéreo permanece como un gesto que, aunque no lo parezca, es un acto político, un acto de intimidad política, una forma de ocupar un lugar en el mundo, una forma llena de humor. Esa forma elegante del humor que consiste en invitarte a entrar en un formato conocido, en una estructura conocida para una vez dentro dejarte en el centro del ridículo como si de una cuchillada por la espalda se tratara: ante eso se pueden hacer, tal vez, tres cosas: reír, entristecer o rabiar. Pareciera que lo de Barría se mueve entre las dos primeras.
Eso lo que yo veo en una canción como Ruinas: tu Hiroshima personal / mi Nagasaki de cartón, parece apelar a la destrucción de un amor, de dos partes, pero siempre con la noción de ridículo que implican estas similitudes. Alrededor del trabajo poético de las letras de este disco asoma cada tanto ese movimiento lúdico e inteligente, si el disco apunta constantemente a la errancia (el mismo Barría contaba que fue construido entre sus múltiples giras por Chile, Argentina y Uruguay) en canciones como la antes citada o El pájaro y el nido – que habla sobre regresos de amigos al país natal y dice qué mejor que ser lo que no se esperaba ser-, o sobre amores que se arman con la documentación falsa de los enamorados y siempre acaban en intemperies solo a veces dulces, a la vez, se va delineando un dibujo volátil hecho de Tiza y donde Paisito – atascado en el paisito- augura La Broma final oculta en este disco, donde a pesar de las derivas y la incertidumbre el gesto es similar al lobo marino de la portada, a la deriva en un pedazo de hielo que parece pronto a derretirse pero con un gesto indefinible entre el orgullo, el desprecio o simplemente la complacencia y la felicidad.
A pesar del tedio cotidiano, a pesar de los hielos que habrán de derretirse en la deriva y de lo feo que puede estar el mundo de hoy, el mundo donde parece no haber más que hoy, los amigos se casan, y los mundos siguen en pie, entre discos y libros, en la intimidad de una habitación. Esa bella canción – que Barría habría dado como regalo matrimonial – se titula Historia de terror y es uno de los puntos más altos del disco junto con Estábamos unidos de América, una canción misteriosa y geológica en tonalidades menores donde se oye el eco del continente en que surgió el primer humano, y desde donde se desprendió América completa – estábamos unidos y nos duele / dentro del África. Canción que también habla de tristezas que se plantan en el rostro o se acuestan a dormir en nuestras camas. Todo entre melodías muchas veces melancólicas, como los payasos, o la mujer esperada por un hombre, tarde, por la noche, y que al llegar quita su maquillaje y su sonrisa pintada para dormir con él en Parte del circo, una canción que se siente tan melancólica como los sonidos de los ochenta, cuyas texturas Barría reinventa de una manera notable y uno, dentro de ellas, ya no sabe si pisa un hielo derretido o los espacios del Café del Cerro, o el barrio de Belgrano en Buenos Aires y a medianoche.
Barría sigue moviéndose perfectamente entre los espacios de la melancolía. Y conservar ese dolor es conservar una voz, un espacio de hielo.
El viaje termina en el ritmo entusiasta de Tiza – con plumillas que recuerdan Last train home de Pat Metheny – y donde la voz pide no olvidarse de quien fue, junto a una lista detalles importantes con joyitas como: La lengua muerta al besar detendrá los huesos al indicio de mentir. Tentando al movimiento y, como insistía en Introducción a la geometría, pensando en que de alguna forma la cura está en las autopistas.
Los sitios son la construcción de un lugar, y a la vez, la destrucción del mismo, esa palabra ambivalente parece rondar como un fantasma el disco de principio a fin: sitio.
Desde lejos, buenos amigos me cuentan sobre el adelanto de algunas canciones presentadas en algún bar de Santiago y donde Javier Barría toca junto a Gonzalo Aloras, ese genial músico joven argentino que también sigo desde hace años. Yo me muero de envidia. Y pienso que hay que hacer lo posible por traer a Barría a tocar a México. Después de todo, comentarios como el de Jorge Drexler – que junto a Stereolab y The Beatles, contaba los trabajos de Javier entre sus discos de cabecera -, nos han ido dando la razón a quienes llevamos algunos años siguiendo la carrera de este músico que disco a disco – pueden encontrarlos todos en web -, de manera independiente y con generosidad, nos disminuye el frío y nos sigue regalando belleza.
Emilio Gordillo.
México D.F. 2010.
Falsa by Javier Barria